A Confedaracy of Dunces (La conjura de los necios) de John Kennedy Toole

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Dos hitos de la literatura universal son Rebeláis y don Quijote, personajes que no sólo genéricamente fueron un bálsamo para las letras de la época, sino que los mismos personajes representaban una ruptura paradójica y satírica de la sociedad en las que se movían. No han sido pocos los “experimentos” literarios por “modernizar” al Quijote, ya sea de forma declarada o de manera indirecta.

En esa semiósfera que es la literatura del siglo XX en occidente, la literatura norteamericana destaca por sus altibajos que muchas veces se aprecian como acercamientos estéticos desde diversas posturas: desde las obras de Edgar Allan Poe, pasando por Truman Capote, Arthur Miller, Harper Lee, Tennesse Willians, hasta la novela del best seller, la heterogeneidad norteamericana es patente en estilos y estéticas. Poco brilló en vida tuvo el autor J. K. Toole, quien  no conoció la publicación de ninguna de sus dos novelas: La biblia de neón y de La conjura de los necios (1980). Esta novela tiene una atractiva promesa en su personaje principal Ignatius Reilly: es la amalgama entre la risa burlesca-carnavalesca, la crítica a la economía, a la sociedad y a la curiosa percepción moral de los EE. UU. de postguerra.

La novela tiene un planteamiento más bien sencillo: Ignatius Reilly vive en Nueva Orleans con su madre, Irene Reilly. Ignatius espera pacientemente a las puertas de un comercio a su madre, cuando el policía Macunso le pide una identificación, mientras un exaltado anciano le reclama al policía el acoso  que ejerce contra el joven y menciona el terror /paranoia de todos los personajes a lo largo de la novela: el comunismo. En esta entrevista inicial, Ignatius confiesa que está respaldado por su gran amor Myrna Minkoff, y que su único oficio, además de devorar latas de Dr. Nut y pastas, es escribir “una extensa denuncia contra nuestro siglo. Cuando mi cerebro se agota de sus tareas literarias, suelo hacer salsa de queso”. (p. 20). Detenido el viejo, madre e hijo terminan en el Noche de Alegría, bar y prostíbulo del barrio francés de Nueva Orleans. A lo largo de estos primeros capítulos vamos completando el cuadro psicológico de Ignatius: hombre obeso, desagradable físicamente, que habría estudiado en la universidad, pero que su pedantería y deseos compulsivos de ganar notoriedad siempre le llevan al fracaso. Aunque claro, él no percibe su propio fracaso, sino que es el mundo a su alrededor lo que es inmoral y falto de buen gusto, como repetirá a lo largo de la novela. En el fondo, para Ignatius, todo en el mundo es perverso y lo moderno, sospecha, esconde algo malo: “La comida enlatada es una perversión –dijo Ignatius-. Sospecho que en el fondo es muy dañina para el alma” (p. 34). Pese al problema estomacal y de gases del que se dice víctima Ignatius, además de las constantes quejas de su válvula pilórica, come y siente hambre en todo momento. Como consecuencia de la visita al Noche de Alegría, la señora Reilly choca con un coche aparcado y se determina que tendrán que pagar los daños ocasionados al coche. Así la aventura está servida, pues Ignatius deberá buscar trabajo, pese a sus quejas y la insistencia casi llegando a la súplica de su madre. Pero como digno representante de la intelectualidad, Ignatius vive ajeno a la realidad y a su tiempo. Le gusta el cine, aunque generalmente sólo para criticarlo, para acusar las inmoralidades que ahí se proyectan. El gran Ignatius lo tiene claro: «Los Estados Unidos necesitan teología y geometría, necesitan buen gusto y decencia. Sospecho que estamos tambaleándonos al borde del abismo» (p. 53). Pero esa singularidad moral y de recriminaciones puritanas se contrasta con su reprimido deseo sexual de odio-amor hacia Myrna a la vez que la masturbación compensa esa falsa moral de la que pregona este Santo Tomás postmoderno. La señora Irene insistirá en que Ignatius debe trabajar para pagar el coche destrozado a lo que Ignatius responde, después de un eructo: «Yo propondría que hicieses algunas economías en los gastos de esta casa. Seguro que reunías enseguida la suma necesaria. -Pero si lo gasto todo en ti, en tu comida y en tus chucherías» (p.60).  Puesto el testimonio de la única vez que trabajó, después de la universidad fue en la Biblioteca Pública, donde a los pocos días le echaron. Ignatius recurrirá a profundas ideas y escusas que parten de traumas y resistencias psicológicas, además de contravenir a sus ideales.

Ahí es cuando Ignatius tendrá que enfrentarse al mundo: primero en Levy Pants, donde verá fracasar sus intenciones reaccionarias por iniciar un movimiento laboral para impresionar a Myrna, con quien mantendrá nutrida correspondencia. De ahí es despedido por alentar revueltas laborales además de su torpeza, improductividad y curiosas intenciones de enamorar a la señorita Trixie, anciana senil que confunde a Ignatius con Gloria, antigua empleada de Levy Pants. Posteriormente llegará a salchichas Paraíso, donde ejercerá el oficio de vendedor de hot-dogs. Ahí tendrá ideas como, por ejemplo, poner un letrero que según el atraerá más clientes: “Salchichas Paraíso: treinta centímetros de paraíso”. Este tipo de publicidad, además de ahuyentar a los clientes, atrae sólo sodomitas. Pero Ignatius siempre tiene claro su objetivo: reivindicar a la sociedad.

El narrador en esta novela juega un papel sumamente interesante, que aporta una visión cosmogónica según el personaje que ocupa: por ejemplo, cuando es Ignatius el personaje sobre el que se centra la acción narrativa, la voz narrativa, en tercera persona, adquiere las dimensiones ideológicas del mismo. Y así con cada personaje, el narrador se convierte en cómplice desde la tercera persona. Una singularidad que denota la laboriosidad de Toole en la confección de la novela. También es una novela algo distinta a su género, pues sin proponérselo, denuncia la segregación racial de mediados de siglo en los Estados Unidos. Jones, negro que es llevado a comisaría por vagabundo, es obligado a trabajar en el Noche de Alegría, barriendo y posteriormente como portero criticará la miseria en la que se le emplea y las corruptelas y decadencia a su alrededor.

La novela es divertida, porque su personaje principal, Ignatius, es ridículo, idealista, pacato, ruin, miserable, psicológicamente abominable, y sin embargo, su ingenuidad y genialidad confieren una grandeza muy interesante. Al final, cuando los necios se conjuran en su contra, es la misma Myrna quien le salva, un tanto a la manera del Deus ex machina, y cuando parece que su imaginación desbocada y fantástica se controlará, nuevamente comienza con su cruzada en contra de lo que es amoral. En contraste con don Quijote, Ignatius no muere, y su personaje nunca entra ni sale de la locura: su estado mental es uno mismo y ahí se mantiene.

El lector de esta novela, hacia el final, tiene esa clara sensación de que hay una crítica, pero no está claro a quien, ni porque exactamente: Ignatius, desde su hipocresía moral que es, más que nada, una impotencia del espíritu, construye diversas realidades que encajan o desencajan con la política y cultura de Estados Unidos. La constante mención al peligro de los comunistas, llegando a ser psicótica, no es tan reiterado por Ignatius, sino por los policías, empresarios, amas de casa, homosexuales y gente en general, que ante la paranoia ofrecen acusaciones de que, todo lo malo, está vinculado contra ese gran enemigo de los EE.UU. Pero los fines de Ignatius son más altos y, ahí, huyendo de una ambulancia que le llevaría al psiquiátrico, y entregado por su propia madre, Ignatius demuestra una vez más su ingenio y escapa, cómplice de su archienemiga, Myrna Minkoff. Así el loco muestra ese gen de brillantez, de estupenda lucidez que está por encima del intelecto común.

Son muchas y variadas las novelas norteamericanas que pueden interesar a la hora de hacerse una idea de la generación de mediados del siglo XX, pero quizás ninguna tan menos pretenciosa, que carece de esa etiqueta de non-fiction, como La conjura de los necios, que desde el apartado de la locura, lo carnavalesco y grotesco, construye una serie de acciones de gran significación, con una genuina conformación de la vida que conjunta lo grotesco con lo sublime, lo moral con lo blasfemo, lo estético con lo asimétrico y los hot dogs con la lectura de filósofos medievales, porque, como afirma Ignatius, el no arrastra ninguna enfermedad social que pueda transmitir a las salchichas que ellas no tengan ya.

Alejandro Loeza

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